
Origen de impuestos ecológicos
El pasado 23 de octubre de 2020, la Segunda Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación publicó en el Semanario Judicial de la Federación la Jurisprudencia en materia de Constitucionalidad 2a./J. 51/2020, cuyo rubro señala: “IMPUESTOS ECOLÓGICOS O COSTO EFICIENTES. SU ORIGEN.”
Mediante dicho criterio, nuestro máximo órgano de justicia señaló que diversas personas morales promovieron juicio de amparo indirecto contra la entrada en vigor de la Ley de Hacienda del Estado de Zacatecas, concretamente los preceptos 8 a 34 que establecen diversos impuestos ambientales (entre ellos el de emisión de gases a la atmosfera), al considerar que los mismos transgreden los principios de justicia fiscal contenidos en el artículo 31, fracción IV de la Constitución General, ya que no constituyen impuestos propiamente dichos ni resultan ser proporcionales y equitativos, además por no cumplir con el principio de legalidad, ni que los recursos que se recauden por ellos se destinen al gasto público, por lo que dichos ordinales violan la esfera competencial de la Federación y faltan al proceso legislativo.
Al respecto, la Segunda Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación determinó su criterio en estricto sentido, respecto del origen de los impuestos ecológicos o costo eficientes. Determinó que, al desarrollarse las teorías sobre los factores de producción, no se tomó en consideración el valor de la naturaleza y de sus bienes, razón por la cual solo se estimó al trabajo y al capital como integrantes de esos factores; sin embargo, con el enorme crecimiento que tuvo lugar con posterioridad, los bienes y servicios ambientales adquirieron un valor económico dada su creciente escasez y la necesidad constante que de ellos se tiene, así, desde una perspectiva económica, el medio ambiente o los bienes ambientales tienen la característica de constituir bienes públicos, por lo que la utilización de éstos por parte de un individuo no reduce, en principio, la posibilidad de su uso para los demás. Ahora corresponde al Estado velar por la adecuada provisión de los bienes ambientales, es decir, vigilar que su uso o consumo por determinados agentes o individuos no impida injustificadamente la posibilidad de acceder a ellos para otros usuarios potenciales o para los demás integrantes de la sociedad, por lo que, en ese orden de ideas, puede caracterizarse la degradación de los bienes ambientales como una falla de mercado, en la cual la actividad realizada por un agente económico reduce las posibilidades de consumo por parte de otros sujetos o individuos, sin reconocimiento ni compensación para las demás personas de la sociedad, a lo que se le denomina como un efecto o “externalidad negativa”, de tal forma que la contaminación es un efecto externo negativo o no deseado de mercado, pues los costos de su reparación se trasladan injustificadamente a la colectividad que se ve forzada a soportar sus consecuencias, no sólo consistentes en la degradación de los bienes ambientales, sino también en la incidencia económica de esos “costos ambientales”, dado que el productor no incorpora a sus erogaciones tales costos (pero sí recibe los beneficios o utilidades de sus procesos productivos) siendo la sociedad, a través del gasto público, quien se ve obligada a solventar los costos de reparación, por lo que como una propuesta de mecanismo de corrección del fallo de mercado, surgieron los denominados impuestos pigouvianos, que requerían de una gran cantidad de información, con un alto grado de precisión, lo cual generaba grandes dificultades de implementación, al intentar determinar un “óptimo social de emisiones contaminantes”, por ello, se prefirió un esquema conocido como de impuestos “costo eficientes”, en los cuales no se requiere de datos tan abundantes ni precisos, sino sólo de los montos del reconocimiento o internalización (razonable o eficiente) dentro de los procesos productivos del agente contaminador, de los costos de reparar o paliar el efecto negativo de contaminar, los que, a su vez, equivalen al monto del impuesto ambiental o ecológico, con la intención de constituir un incentivo para que tales procesos contaminen menos, ya que con ello evidentemente se reducirán tanto el tributo como los costos de producción.
Como vemos, nuestro máximo Tribunal en este criterio solo establece el origen de los impuestos ecológicos (costo eficientes) reclamados, determinando que estos en principio no fueron considerados dentro e los factores de producción; sin embargo, posteriormente adquirieron un valor económico constituyendo bienes públicos, por lo que el Estado debe vigilar su uso en determinados agentes, siendo la contaminación ambiental un efecto externo negativo en la producción de bienes y servicios, pues generalmente el costo ambiental y económico es trasladado a la colectividad, sin que el productor de los bienes asuma dichos costos y si los beneficios económicos, por lo que en un pasado próximo se optó por una regulación en este tema a través de impuestos de costo eficiente, en el cual se determinan en los procesos productivos los costos de reparar el daño ambiental por contaminar el ambiente, lo cual equivale al monto del impuesto ambiental o ecológico, con lo cual se busca un incentivo para que los procesos productivos contaminen menos y con ello se refleje una diminución en el monto de dichos tributos, así como los costos de la producción.
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